ÚLTIMA VARADA
ÚLTIMA VARADA
I
Ahora estos pliegos que sé que no leerás
nunca. Estas nubes nuevas que lleva el aire que nos trajo hasta aquí, para
buscarte en cada horizonte, en cada acantilado y las arenas. Las gaviotas que
no cesan.
Hemos arriado todo el trapo frente a los
esteros de Saltés. Las cartas marinas dicen que hay un río de oro que desagua
cerca y que, no muy lejos, a poniente, las arcas de los bueyes se pudren ebrias
de olvido. No sé si te encontraré algún día para contártelo, para decirte que
el soplo del foreño nos trae hoy reminiscencias de pajarracos pretéritos que
nos conocen y que nos odian, que el salitre se mete entre la tablazón de
cubierta, en los mástiles y en los surcos de nuestros rostros.
II
Te escribo en los solsticios, en los
paralelos de las lluvias y los amaneceres. Las hojas que, de vez en cuando,
trae el viento o las ramas flotando desde la tierra firme tienen más sentido en
los momentos en los que recupero la memoria y, sin darme cuenta, la mezclo con
el oleaje y la espera en una alquimia rara.
A veces me sorprendo con un gesto tuyo
entre ceja y ceja, con una sonrisa que se deshace pronto porque el tiempo no ha
dejado de medir sus días.
Me asomo por la borda, miro las algas y
los escaramujos abajo, en la línea de flotación, donde la espuma viene a dejar
su desigual vaivén. La tripulación reposa y yo escudriño la orilla, atento a un
grito, al vuelo de un vestido blanco en el rompeolas, … pero únicamente los
cangrejos me saludan desde el fango de la orilla, o tal vez sólo se desperezan.
III
La bajamar completa será hoy a la
atardecida, por eso esperaremos el primer aguaje de la madrugada para
desembarcar.
Hemos atravesado los mares y el tiempo
para buscarte. A los demás les he asegurado que es aquí donde existe el jardín
de las manzanas que otorgan la sabiduría de los astrólogos y los magos; les he
hablado de la danza de las ninfas y de la música porque necesito de sus saberes
en el timón y en la mesana, en los cordajes. Pero yo sé que no es verdad, que
sólo una noche de fracaso y vino recorrerá nuestro velamen maltrecho y la
madera empapada de nuestra quilla. Nada importa mientras en la bodega siga
habiendo botellas en las que encerrar estos escritos que te envío con el mar.
IV
La herida del crepúsculo alarga las
sombras en cubierta y nos muestra los detalles de Saltés y Bacuta. Las ramas
secas de los almendros más allá de los primeros verdes. Ocres y sienas en los
esteros y malvas en los canales, por donde asoman los restos de un naufragio
que nos parece demasiado antiguo.
Algunas veces, como ahora, no me sirven
las palabras para describirte los lugares a donde llego, para contarte las
latitudes y los rumbos.
La luna brilla ya a oriente, en la
vertical exacta de un lugar cualquiera, mientras el sol se muere detrás de las
dunas y la retama, a nuestra espalda. El agua de la ría se muestra dulce al
mecer nuestra nave y amable con nuestros oídos, demasiado hechos a las olas y
al crujir de las cuadernas.
V
Cinco jornadas llevamos aquí, frente a
esta punta de arena fina que parece varada en medio de las olas. Ahora oigo el
chirriar de las poleas y las cuerdas, las voces en cubierta me dicen que mi
bote está ya sobre el agua. Voy a bogar hasta esa playa que no dejo de mirar
desde hace días.
Silencios tan adioses prendidos de tu
palabra última han traído mi espera inútil junto a este mar. Aquí suena muy
lejos tu canto y mi tragedia es más mía. Durante meses he conocido mar adentro
y he sabido que el mar tuvo en su principio el color de tus ojos, ¿qué otra
música puede sonar tan exacta?
Es una tarde cualquiera y yo avanzo por
la arena hacia poniente cegado de mediodía, como si estuvieras allí. Se van las
olas. La bajamar sístole contrae el agua y escribe poemas arábigos, orilla de
algas, en la espalda del planeta. Mientras, huyendo oro y púrpura, el reflejo
salobre del sol se diluye poco a poco en la curva del rompeolas. Fucsias y
magentas para los recuerdos y bálsamos de espuma con los que aliviar mis
heridas.
Al fondo una gaviota.
VI
Tras las dunas está ese brazo de mar
donde se mece nuestro barco anclado a su fondo, desde donde mis hombres miran
los cangrejos y los esteros de Saltés, las retamas. Ante mí, todo el océano.
Ahora se va la tarde y vuelven las olas.
Mi sombra crepúsculo en la bajamar extensa me revela la pequeñez del hombre, la
inmensidad de mi derrota.
Todo se desmorona en una duna y asisto a
ese espectáculo único mientras sólo van quedando mis huellas en la arena
mojada. Y las nubes y las conchas. Y el atardecer detrás de mí, todo impreso
para siempre nunca, porque nunca la sombra de los derrotados fue tan cierta.
VII
-¡Capitán, he dicho de dejar tu bote por
la amura de babor!
Mi contramaestre sigue asomado a la
puerta, como si esperase una respuesta.
Demasiados mares hemos cruzado juntos,
demasiadas borracheras y demasiada la duración de las noches en que se nos
había acabado el vino y las provisiones, como para no conocernos bien. Su boca
desdentada sonríe, menea la cabeza con violencia y, al hacerlo, en sus orejas
tintinean aros de oro, trofeos de guerra, como él los llama. Ya no recuerda si
son regalos de ninfas o de las furcias de los puertos. Su casaca, que una vez
fue verde, se mece con él y con el barco. Su único ojo recorre el desorden de
mi camarote y lo comprende, yo sé que él sabe de mis mentiras a la tripulación
para seguir buscándote en cada playa.
VIII
He perdido la cuenta de las jornadas que
llevamos aquí, pero cada tarde no dejo de bogar desde el barco para hundir mis
tobillos en esta punta de arena. Para caminar hasta los primeros pinos y tallar
tu nombre en la corteza de un árbol.
Y luego el océano descubriéndome la paz infinita de esta luna. Cuánto lo que has escrito y he leído, cuánto lo que ya no escribirás y yo sí leeré. Cuánta la arena para esculpir tu cintura y cuánto el anochecer. Cuántas las olas llevándose los pensamientos hacia la noche pelágica, donde la profundidad sin eco silencia mi grito.
Con el amanecer he vuelto al barco y he
encontrado el silencio sobre cubierta. La tripulación ronca en la bodega
mientras recojo las botellas, que hasta anoche estuvieron llenas de vino, para
enviarte mis nuevos rumbos. Esas palabras que ya no sé si tienen sentido.
Me entrego a la paz de mi camarote,
donde vuelvo a estudiar las corrientes y los vientos, a comprobar los
instrumentos, las tierras de nombres extraños que aparecen en los mapas.
La plenitud de la marea de esta tarde
nos llevará de nuevo a bogar hasta Saltés, donde nos aprovisionamos de agua
hace apenas unos días.
IX
Ya te escribí que la isla es una nave
varada en la desembocadura tranquila de dos ríos. Sus marismas cobijan a
cientos de pájaros que se asustan y emprenden el vuelo en bandadas cuando oyen
cómo horadamos el terreno que sólo a ellos pertenece.
Mi contramaestre y yo hemos atravesado a
pie la Cascaxera y un arroyo seco, que en los mapas lleva el premonitorio
nombre de Los Difuntos, luego hemos llegado a unas ruinas que emergen entre las
retamas del norte de Saltés. Unas calles invadidas por la maleza, una atalaya
apenas visible por la hiedra, una fuente de piedra rodeada de pedestales que ya
nada soportan, una iglesia sin techumbre, donde entramos desde un jardín con
columnas y relieves antiguos, en los que el musgo vive.
-¡Es lo que tanto hemos buscado!
–balbucea mi contramaestre, creyendo que de un momento a otro surgirá la magia
de las Hespérides tras las ruinas y los enebros.
Lo miro y callo. Su rostro mal afeitado
retiene el salitre de tantos días, pero también ese nuevo gesto que denota la
sorpresa y que yo no conocía hasta ahora. De pronto echa a correr, gritando
algo que no entiendo; veo su casaca y sus rizos sucios desaparecer tras una
esquina que aún está en pie.
-¡Insensato! –grito con todas mis
fuerzas.
Inútil la llamada. Intento seguirlo y
llego a un claro donde unos arcos de piedra proyectan su sombra oblicua sobre
una pequeña escalinata cuajada de verdín y hojarasca. Entro en un nuevo recinto
magnífico y decrépito. Más aves que se asustan de mis gritos y que me asustan a
mí. Otra calle por donde me abro paso a duras penas. Corro y llego jadeando
hasta las últimas piedras, donde me sujeto para meter aire en mis pulmones, y
desde donde se ve la orilla y la marisma. Un barco descoyuntado se pudre en el
fango, como el esqueleto de un animal fabuloso y enorme.
X
-¡He oído las campanas del castillo y
los coros de la ermita! –chilla mi contramaestre.
Me vuelvo y lo descubro ahí, a sólo unos
pasos de mí, jadeando también y con la mirada de su ojo perdida en las ruinas
que acabamos de dejar detrás de nosotros.
Me agacho y le ayudo a incorporarse.
-Tenías razón, este sitio existe
–susurra casi en mi oído.
Apoya su brazo en mi hombro y continúa
ahora más calmado:
-Era cierto, capitán, lo que hemos
buscado durante tanto tiempo está aquí...
Miro alrededor intentando encontrar qué
es lo que ha visto que ha trastocado tanto su cabeza, intentando escuchar de dónde
proviene la música que lo hizo huir como un poseso.
Pero no encuentro nada, el infeliz debe
haber perdido la cordura.
XI
Aprovisionadas de agua, de fruta y de
miel están las bodegas, repasado el claveteado de la tablazón de cubierta, sustituidos
en algunos sitios los cordajes. Hubiéramos zarpado con el aguaje grande de la
mañana, si no hubiese sido por esos mástiles que se acercaban río arriba.
Apenas habían despuntado las luces del día, cuando oímos las voces desde lo
alto de la mesana.
Grande fue el júbilo y el alborozo de la
tripulación, grande la precipitación también. No hubo marino que no subiera de
inmediato a los botes.
Desde la amura de babor los vi alejarse hasta la isla, desembarcar y atravesarla corriendo hasta la otra orilla.
Dos naves grandes de dos mástiles cada
una parecen haberse detenido al otro lado de Saltés, seguramente cerca del
muelle que hay agonizando en la orilla de levante. El catalejo me acerca una
bandera extraña que el viento mueve.
El
sol sube hasta lo más alto y proclama su poderío.
XII
No sé cuánto tiempo ha transcurrido
hasta que he oído ulular más allá de la isla. Veo las velas hincharse de nuevo,
los mástiles que se deslizan hacia el sur. Sin duda los marinos de occitania
soplan las caracolas para reemprender su viaje.
Miro en torno y constato la soledad.
Tanta que el silencio impregna ahora toda la madera como una polilla voraz y
asesina.
Vuelvo a asomarme por la borda con la
certeza de que hay otros horizontes a los que mi catalejo oxidado no llega.
XIII
-¡Sorprendente el mineral que cargan!
–grita a su vuelta mi contramaestre, agarrándome fuerte de las solapas y
taladrándome con ese ojo azul que conserva.
-¡Sorprendentes también los metales
transformados que llevan a otras tierras! –sigue chillando, sin dar tregua a la
respiración y al orden.
Le pregunto por los marinos que no han
regresado, pero no me responde. Tengo que sujetarlo y sacudirlo, sacarlo del
trance en que se halla.
Entonces me cuenta que los hombres de la
tez morena los invitaron a subir con gestos inequívocos, pero que no podían
comprender su lenguaje plagado de sonidos nuevos, que algunos de los nuestros
se quedaron allí y se fueron con ellos en pos de la riqueza y la quimera.
El timonel alarga el brazo en silencio y
abre la mano para mostrar un pedrusco amarillo y negro, rojo como una herida.
En su mirada encuentro un esbozo de reproche, un poco de vergüenza también por
nuestros rumbos equivocados, por nuestra travesía estéril.
XIV
De pronto, me he dado cuenta de que los
días se acortan dramáticamente. Ahora sé que será tardía la lluvia pero que, de
repente, una tarde igual a esta los cielos gotearán su invierno sobre esta
playa, cuando ya no quede nada de lo que fue bajo la bóveda de tu silencio
bivalvo.
Es otra noche de mucha luna. Unas olas
mansas acunan la nave y nos procuran descanso tras el ajetreo del día. Pienso
en esas naves de occitania llenas del tesoro de Tharsis y me pregunto cuál es
su destino, en qué puertos y en qué tabernas se emborrachará su tripulación.
He tomado el compás y medido los mapas.
Los grabados terminan tres leguas río arriba. Imposible ver ese lugar donde la
tierra se abre y muestra su secreto rojo.
Me pregunto si no será solo una ilusión
de los que creen.
XV
De día el océano bascula de distinta
manera sobre esta punta de tierra firme. He bogado hasta aquí para observar una
vez más el trabajo de las mareas. Es este mar el que procura una orografía
diferente cada vez que sumerge la playa y luego se retira. En la bajamar
inmensa he dibujado signos astrales y fórmulas universales.
He imaginado tus pies hundiéndose en esta costa que no conoces.
Siete hombres han partido muy temprano.
Los hemos visto bogando hacia el norte en silencio, circunvalando la orilla de
poniente de Saltés. Luego, antes de rodear la punta de Bacuta, los hemos visto
desaparecer.
En este barco, que ningún nombre tiene,
sólo quedamos mi contramaestre, el timonel y yo. El contramaestre parece haber
mejorado de su confusión. Es más, la idea de explorar más allá de las islas ha
sido suya. Me cuenta que anoche no se dio al vino y que su cabeza está ahora
más clara para entender esta tierra que aún nos parece extraña.
XVI
Algunas noches sigo bogando hacia
tierra, las constelaciones y las galaxias expresan mejor que los licores el
devenir del tiempo. La luna mengua en su apunte hacia Libra y deja un rastro de
desolación en la arena.
Idénticos a sí mismos, siguen pasando
los días con sus noches. Nosotros seguimos esperando noticias de los que se
fueron. Cada mañana veo a mi contramaestre y al timonel escudriñando el
horizonte. Ayer incluso se encaramaron a la mesana, creyendo haber visto una
fumarola más allá de los pinares de Bacuta.
XVII
Sé que, al igual que otras, la noche nos
sorprenderá de fiebre con el cabello alborotado y los dientes sucios, borrachos
sobre cubierta, y yo me lleno de locura y de delirio, porque es entonces, en
estas noches en que el vino inunda mi sombra y mis derrotas, cuando me vence la
certeza de que existe un puerto al que llegan todos los océanos, donde tú me
esperas.
Por eso los hemisferios y el insomnio.
Por eso todo lo que escribo, el mar que te acerca y que te aleja.
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