CINCO PALABRAS
CINCO
PALABRAS
Sin música, la vida sería un
error
Nietzsche
El
otoño llegó un miércoles en que septiembre dejaba caer toda su lluvia sobre las
calles y las plazas, sobre los recuerdos y el olvido, sobre los años que habían
ido pasando sin que ninguno de nosotros fuésemos conscientes de ello. Lo vi
nada más entrar por la puerta giratoria, en medio del vestíbulo, buscando algo
en los bolsillos de la chaqueta. ¿Era él? Sí, no cabía duda, era Franco.
FRANCO
Habían
pasado muchos años y seguramente pesaba el doble que antes, pero lo reconocí inmediatamente.
Levantó la vista y se me quedó mirando un momento, al cabo del cual pronunció
muy despacio mi nombre. Tras un abrazo, no demasiado largo para los años que
hacía que no nos veíamos, se separó un poco, me miró a los ojos y quiso saber:
-¿Cómo
te has enterado?
-Ojeando
un diario digital, hace apenas unas horas.
-Has
tenido el tiempo justo entonces.
Viéndolo
desde cerca y más detenidamente, comprobé que Franco conservaba su tez suave,
más blanca quizás ahora, pocas arrugas habían hecho su aparición en ella. Sin
embargo, no había ni rastro de su pelo rubio, apenas conservaba algunos
cabellos blancos y retorcidos sobre las orejas.
-No
te volviste a Italia –afirmé más que pregunté, recordando aquel anhelo que a
todas horas dejaba escapar en cualquier conversación.
Negó
con un gesto, mientras sacaba un paquete de cigarrillos de uno de los bolsillos.
-Los
proyectos de la juventud… –sonrió y dejó
la frase consumirse en el ámbito-. Cuando nació mi hija, supe que me quedaría
aquí siempre.
Sonreí
mientras escuchaba varias frases seguidas que me sonaban a presente aunque eran
pasado:
-Aquí
fue al colegio, aquí hizo su carrera, aquí se casó -puso una mano en mi hombro
y continuó-, ahora soy abuelo.
-He
venido otras veces –dije, cambiando de conversación.
-¿En
serio?
-Por
aquello de la nostalgia, … -y noté en mis propias palabras un sabor a excusa.
-¿Quieres
decir que has vuelto aquí durante estos años?
-Dos
veces.
-Dos
veces –repitió.
-Intenté
localizaros –aseguré.
-No
salgo mucho del barrio, desde que me casé vivo en Carouge. Bueno, ahora ya casi
ni salgo de casa.
-En
nuestra época vivías en la calle Berne.
-La
calle sulfurosa –recordó riendo y el adjetivo me trajo a la memoria algo que
Françoise Nydegger escribió alguna vez y yo leí.
-Me
acuerdo del trastero que nos servía de local de ensayo –murmuré.
-Después
de tenerlo varios años atestado de cacharros, dejé de alquilarlo.
-¿Y
la batería?
-La
batería… la vendí.
-¿Vendiste
la batería? –pregunté incrédulo.
Asintió
con un inicio de sonrisa asomando a sus ojos.
-No
he vuelto a tocarla desde que tenía veinte años –me descubrió.
Se
colocó entre los labios el cigarrillo aún por encender, sacó el teléfono móvil,
buscó algo en él y me mostró la pantalla.
-Mi
nieta. Seis años. Ya asiste a la escuela.
Sonreí
viendo la sonrisa infantil que aparecía en primer plano, delante del chorro del
lago.
-¿Ves
a los demás?
-Alguna
vez me he encontrado con alguno, no muchas.
-¿Quieres
decir que, viviendo en la misma ciudad, en el mismo país, casi no os habéis
visto en todos estos años?
Franco
corroboró con un gesto en silencio.
-Bueno,
a Fritz lo vi con cierta frecuencia, fuimos casi vecinos.
-Fritz
–repetí-, ¿lo sigues viendo?
-Murió
–dijo.
FRITZ
La
lluvia goteaba desde los aleros sobre el pequeño acerado que enmarcaba las
paredes de cristal del crematorio y sobre la hierba mojada de los jardines,
sobre los bloques de pisos de enfrente.
-¿Murió
Fritz? ¿Cuándo?
-Ya
hace… –y calló un instante-. No sé, mucho tiempo, veinte, quizás treinta años.
Permanecí
en silencio, mientras Franco murmuraba algo sobre una larga enfermedad. Veinte,
treinta años, debió de ser no mucho tiempo después de irme yo. ¿Qué edad tenía
Fritz entonces cuando murió? Demasiado joven en cualquier caso.
-Fue
el único que siguió en la música –me descubrió-. Incluso hizo algún trabajo
para la radio.
-No
puedo creer que lleve tanto tiempo muerto –atiné a decir.
Fritz
era además el mayor y el más músico de los cinco, el único que había acabado la
carrera en el conservatorio; pero, sobre todo, Fritz fue el que nos puso en
contacto a unos con otros. Él elegía las canciones y nos mostraba a cada uno el
camino de cada arreglo. Él se encargaba de limar las asperezas y acabar las
discusiones entre los demás. Él fijaba los horarios de los ensayos y ejercía,
además, de mánager, buscando y negociando las pocas actuaciones que tuvimos
durante aquella breve época. Fritz era el alma mater del grupo. Nunca la
palabra líder tuvo más sentido que en la persona de Fritz.
-Es
la vida –sentenció.
Entraba
más gente ahora en el salón. Franco cogió entre dos dedos el cigarrillo sin
encender y buscó de nuevo algo en el móvil.
Me
pregunté entonces qué quedaba del Franco que yo conocí en la persona que tenía
delante. Y sólo me vino a la mente aquello de la renovación de las células del
organismo, esa trampa de la memoria en la que algunos nos resistimos a creer.
-Mi
familia al completo –dijo, enseñándome por segunda vez su teléfono.
Allí,
en aquella foto de pequeño grupo, estaban resumidos todos estos años. No en los
recuerdos que yo guardaba de aquel grupo de amigos en aquel verano, casi
diluidos ya por los años pasados; no en las anécdotas de ensayos, viajes y
actuaciones que yo había rememorado tantas veces. No, el tiempo transcurrido me
lo estaba mostrando Franco en la pantalla de su móvil, en una foto hecha
probablemente un día de campo; su mujer, su hija, su nieta, su yerno, … él
mismo, ya barrigón y añejo.
Volvió
a ponerme la mano en el hombro y, mirando a través del ventanal, silabeó:
-Mira
quién llega.
BERNARD
Se
bajó del taxi con trabajo. Lo vi dirigirse a la escalera de acceso ayudándose
de un bastón. Alto, delgado, cargado de espaldas y con la vista recorriendo el
camino de grava. Sólo entonces lo reconocí. Me acerqué yo también a la puerta, Bernard
la atravesó y lo llamé por su nombre. Entonces detuvo su titubeante andar y
levantó el rostro. Un segundo, dos segundos, pensé que no me reconocería.
-Santo
Dios, eres tú –casi susurró de pronto.
-¿Cómo
estás? –pregunté mientras nos abrazábamos.
-Cuánto
tiempo, cuánto tiempo, …
-Toda
una vida –dije yo, recordando el título de un bolero.
-Toda
una vida –repitió, dándome la razón.
Tampoco
su cara había cambiado demasiado. Bueno, tenía más arrugas y ahora llevaba
gafas, dentadura postiza también. Sí, su cara seguía siendo la misma, sin
embargo, no era fácil reconocer en aquel hombre entrado en años, encorvado y
torpe, al Bernard que no dejaba de saltar en el escenario mientras machacaba la
guitarra, al Bernard que se acercaba al micrófono vociferando cuando le tocaba
hacer los coros o al Bernard que conducía la furgoneta del grupo, siempre con
un pitillo entre los labios.
-No
esperaba encontrarte aquí –reconoció con una voz temblorosa -, a decir verdad,
no esperaba volver a verte ya.
-Me
imagino.
-Cuánto
tiempo, cuánto tiempo, … –volvió a susurrar -, ¿qué ha sido de ti durante todos
estos años?
-Ya
ves, me fui al sur, de donde venía. ¿Y tú?
-Me
quedé aquí y aquí sigo, cargado de achaques… y de años. No sé qué es peor.
-¿Qué
te ocurrió? –pregunté.
Pero
Bernard me respondió con otra pregunta, mientras fruncía el ceño de la misma
manera que yo recordaba.
-¿Quién
te ha avisado?
-Vi
su foto en un periódico digital.
-Ah,
en un periódico.
-Por
el periódico supe también que era arquitecto.
-Y
de los buenos –me aseguró-. Recordarás que en aquella época estudiaba
arquitectura.
Dije
que sí, aunque no me acordaba de nada de eso.
-Yo
continué trabajando en el hotel –me reveló-. Y allí seguiría de no ser por esta
maldita pierna.
-Franco
me ha dicho que murió Fritz.
-¿Franco?
¿Lo has visto?
Lo
busqué con la mirada. Ni me había dado cuenta de que había salido al patio
trasero.
-Ahí
–señalé hacia los ventanales-, fumándose un cigarro.
Franco
nos miraba a través del cristal y levantó la mano. Nosotros volvimos a la
conversación.
-¿No
sabías lo de Fritz entonces? –quiso saber-. Murió hace mucho, demasiado tiempo.
Dije
que no y él repitió la misma frase que Franco había dejado escapar un rato
antes:
-Es
la vida.
Me
desarmó la posibilidad de saber que entre nosotros todo se redujera a esa
frase. Bernard levantó un poco la vista y señaló con un gesto:
-Es
Marie, la viuda.
La
gente se acercaba a dejar un susurro en el aire y un beso en la mejilla. Franco
nos dio una palmada en la espalda y habló aún con olor a tabaco:
-Chavales,
nos toca a nosotros.
Me
volví a mirarlo, era la misma frase que usaba justo antes de subir al
escenario, y en ese mismo momento me di cuenta de que esas cinco palabras de
Franco habían hecho, más que ninguna otra cosa durante ese día, que me
reencontrara con aquello que llegué buscando.
Franco
se dirigió a la viuda, lo siguió Bernard y después caminé yo.
-Te
conozco –me dijo, antes de que yo pudiera despegar los labios.
La
miré sin saber qué quería decir.
-Estás
en una foto –aseguró con una sonrisa en la que había lágrimas y luz-, con
Maurizio y con los demás.
MAURIZIO
Vi
el bajo eléctrico nada más entrar en el salón. Allí estaba, con la marca Talmus en color blanco sobre el negro
del cuerpo, colgado en la pared sobre el sofá. Me acerqué a él. La pala rota
justo donde debería estar la clavija de la cuerda más gruesa, la de la nota Mi. Con criterio, Maurizio se había
olvidado de la cuerda fina y había colocado las tres más gruesas un lugar más
abajo de donde correspondía a cada una de ellas.
-Me
dijo que siempre estuvo roto –me dijo Marie.
-Lo
compró ya así –corroboré yo, acariciando las cuerdas-, en una tienda de
instrumentos usados que había por Plainpalais.
De
cerca se podían ver bien el desgaste y los arañazos en el cuerpo, e incluso
alguno en el mástil. El anterior propietario, que probablemente utilizara el
bajo durante muy poco tiempo antes de que Maurizio lo comprara, no había sido
precisamente un tipo cuidadoso.
-Tal
cual lo recordaba –reconocí.
Marie
sonrió.
-A
decir verdad –volví a hablar-, es el único bajo de tres cuerdas que he visto.
-Nunca
lo vi tocar –dijo, no sé si con un atisbo de reproche o de queja.
-Ya
me contó Franco que, excepto Fritz, todos dejaron la música.
-¿Tú
no? –quiso saber.
-Creí
que en algún momento me dejaría ella a mí, yo no fui capaz de hacerlo.
Marie
sonrió como si mis palabras acercaran en el tiempo aquella época efímera en la que
Maurizio aún tocaba, aquel tiempo en que nuestro grupo aún existía.
-Ahora
doy clases de música en un colegio de primaria –reconocí.
-¿Sólo
eso?
-Bueno,
los jueves nos reunimos un grupo de amigos para practicar y quitarnos el
gusanillo.
Marie
se dirigió hacia un pequeño mueble situado al fondo.
-Esta
es la foto de la que te hablé –fue apenas un susurro.
La
tomé entre mis manos. Era la misma foto que tenía yo y que probablemente
tendríamos todos, la única en la que se nos veía bien a los cinco.
-Voy
a preparar café –dijo saliendo.
Al
quedarme solo, recorrí el salón con la mirada, como un ladrón que intentara
apropiarse de los detalles del lugar, de la situación de cada mueble, de cada cuadro,
de cada objeto que adornaba la pieza del apartamento, intentando imaginar cómo
había transcurrido una gran parte de la vida de Maurizio en las últimas tres o
cuatro décadas. Fuera la lluvia seguía depositando su agua y su vacío en los
tejados del barrio viejo de la ciudad.
Marie
entró de nuevo con una bandeja entre las manos. La ayudé a colocarla sobre la
mesa.
-Siéntate,
acostumbrado al de tu país, no sé si te gustará este café.
-Seguro
que sí –respondí.
Puse
la foto encima de la mesa y, señalándola con un dedo, volví a hablar.
-Esto
fue en Chez Gaby, en el barrio de
Pâquis, no demasiado lejos de donde ensayábamos.
Marie
volvió a tomar la foto entre sus manos. Allí estábamos todos sonrientes y
melenudos, mientras probablemente destrozábamos alguna canción de New Trolls o
de Pooh.
-¿Cuántos
años teníais aquí?
-Maurizio
era dos años mayor que yo, probablemente él aquí tendría veinte.
Asintió
con la cabeza. Entonces volví a hablar:
-Cuando
entré esta tarde en el crematorio, me pregunté qué estaba haciendo allí.
Marie
levantó la vista de su taza de café y me dejó seguir.
-Me
sentí como si yo no perteneciera al mundo que habitáis todos vosotros, como un
extraño que viniera a ocupar una plaza que no le corresponde.
-Tú
has estado aquí, tú y todos los demás, entre estas cuatro paredes –me descubrió
Marie-, Maurizio me ha hablado tantas veces de vosotros, de ese tiempo, ...
Viendo
que la nostalgia y el pasado no eran de mi propiedad exclusiva, me aventuré a
repetir lo que había dicho a Franco esa misma tarde:
-En
todo este tiempo he vuelto en dos ocasiones.
-¿Aquí?
-La
segunda fue hace cinco, seis años quizás. No fui capaz de encontrar a ninguno
–murmuré sin querer reconocer que tal vez me dio miedo hacerlo.
No
quise decir que inicié los dos viajes anteriores buscando recuperar lo que
creía que me pertenecía, lo que creía que había sido mío. El lago y el chorro
de agua, el puente Montblanc y la Isla de Rousseau, el Salève vigilante al
fondo, anunciaron mi reencuentro con la que había sido mi vida aquí. Pero sólo
fue un espejismo desde el taxi que apenas duró. Luego la realidad de la gente
desconocida paseando por las calles que creía conocer, los transeúntes del
presente, ajenos con sus prisas y sus vidas al pasado, me desvelaron el paso
del tiempo, la impunidad de mi visita.
-Maurizio
intentó reuniros. Fue hace mucho tiempo, cuando la muerte de Fritz era ya
inminente –casi susurró, después de un largo silencio.
-No
tenía ni idea –dije.
-Cuando
vio que ni Bernard ni Franco tenían interés, desistió también de localizarte a
ti.
-No
tenía ni idea –repetí.
-El
pasado no es igual para todos –sentenció-. No existen los recuerdos comunes, cada
uno olvida o atesora los suyos.
El
reloj de péndulo en un rincón del salón me recordó que en poco más de una hora
salía mi avión de regreso. Apuré el café. La lluvia seguía dejando en el
alféizar su agua inservible y amarga, llevándose las notas de la última canción
que tocamos juntos una noche de octubre de hace mucho tiempo, mezclándolas con
los recuerdos que ahora ya carecían de sentido, con la certeza de los años
vividos y los sueños perdidos en las páginas del calendario que nunca fui capaz
de arrancar.
Comentarios
Publicar un comentario