CINCO PALABRAS

CINCO PALABRAS

(Publicado en la revista Visor, nª 15, mayo 2019) 

Sin música, la vida sería un error

Nietzsche 

El otoño llegó un miércoles en que septiembre dejaba caer toda su lluvia sobre las calles y las plazas, sobre los recuerdos y el olvido, sobre los años que habían ido pasando sin que ninguno de nosotros fuésemos conscientes de ello. Lo vi nada más entrar por la puerta giratoria, en medio del vestíbulo, buscando algo en los bolsillos de la chaqueta. ¿Era él? Sí, no cabía duda, era Franco.

 

FRANCO

Habían pasado muchos años y seguramente pesaba el doble que antes, pero lo reconocí inmediatamente. Levantó la vista y se me quedó mirando un momento, al cabo del cual pronunció muy despacio mi nombre. Tras un abrazo, no demasiado largo para los años que hacía que no nos veíamos, se separó un poco, me miró a los ojos y quiso saber:

-¿Cómo te has enterado?

-Ojeando un diario digital, hace apenas unas horas.

-Has tenido el tiempo justo entonces.

Viéndolo desde cerca y más detenidamente, comprobé que Franco conservaba su tez suave, más blanca quizás ahora, pocas arrugas habían hecho su aparición en ella. Sin embargo, no había ni rastro de su pelo rubio, apenas conservaba algunos cabellos blancos y retorcidos sobre las orejas.

-No te volviste a Italia –afirmé más que pregunté, recordando aquel anhelo que a todas horas dejaba escapar en cualquier conversación.

Negó con un gesto, mientras sacaba un paquete de cigarrillos de uno de los bolsillos.

-Los proyectos de la juventud…  –sonrió y dejó la frase consumirse en el ámbito-. Cuando nació mi hija, supe que me quedaría aquí siempre.

Sonreí mientras escuchaba varias frases seguidas que me sonaban a presente aunque eran pasado:

-Aquí fue al colegio, aquí hizo su carrera, aquí se casó -puso una mano en mi hombro y continuó-, ahora soy abuelo.

-He venido otras veces –dije, cambiando de conversación.

-¿En serio?

-Por aquello de la nostalgia, … -y noté en mis propias palabras un sabor a excusa.

-¿Quieres decir que has vuelto aquí durante estos años?

-Dos veces.

-Dos veces –repitió.

-Intenté localizaros –aseguré.

-No salgo mucho del barrio, desde que me casé vivo en Carouge. Bueno, ahora ya casi ni salgo de casa.

-En nuestra época vivías en la calle Berne.

-La calle sulfurosa –recordó riendo y el adjetivo me trajo a la memoria algo que Françoise Nydegger escribió alguna vez y yo leí.

-Me acuerdo del trastero que nos servía de local de ensayo –murmuré.

-Después de tenerlo varios años atestado de cacharros, dejé de alquilarlo.

-¿Y la batería?

-La batería… la vendí.

-¿Vendiste la batería? –pregunté incrédulo.

Asintió con un inicio de sonrisa asomando a sus ojos.

-No he vuelto a tocarla desde que tenía veinte años –me descubrió.

Se colocó entre los labios el cigarrillo aún por encender, sacó el teléfono móvil, buscó algo en él y me mostró la pantalla.

-Mi nieta. Seis años. Ya asiste a la escuela.

Sonreí viendo la sonrisa infantil que aparecía en primer plano, delante del chorro del lago.  

-¿Ves a los demás?

-Alguna vez me he encontrado con alguno, no muchas.

-¿Quieres decir que, viviendo en la misma ciudad, en el mismo país, casi no os habéis visto en todos estos años?

Franco corroboró con un gesto en silencio.

-Bueno, a Fritz lo vi con cierta frecuencia, fuimos casi vecinos.

-Fritz –repetí-, ¿lo sigues viendo?

-Murió –dijo.

 

FRITZ

La lluvia goteaba desde los aleros sobre el pequeño acerado que enmarcaba las paredes de cristal del crematorio y sobre la hierba mojada de los jardines, sobre los bloques de pisos de enfrente.

-¿Murió Fritz? ¿Cuándo?

-Ya hace… –y calló un instante-. No sé, mucho tiempo, veinte, quizás treinta años.

Permanecí en silencio, mientras Franco murmuraba algo sobre una larga enfermedad. Veinte, treinta años, debió de ser no mucho tiempo después de irme yo. ¿Qué edad tenía Fritz entonces cuando murió? Demasiado joven en cualquier caso.

-Fue el único que siguió en la música –me descubrió-. Incluso hizo algún trabajo para la radio.

-No puedo creer que lleve tanto tiempo muerto –atiné a decir.

Fritz era además el mayor y el más músico de los cinco, el único que había acabado la carrera en el conservatorio; pero, sobre todo, Fritz fue el que nos puso en contacto a unos con otros. Él elegía las canciones y nos mostraba a cada uno el camino de cada arreglo. Él se encargaba de limar las asperezas y acabar las discusiones entre los demás. Él fijaba los horarios de los ensayos y ejercía, además, de mánager, buscando y negociando las pocas actuaciones que tuvimos durante aquella breve época. Fritz era el alma mater del grupo. Nunca la palabra líder tuvo más sentido que en la persona de Fritz.

-Es la vida –sentenció.

Entraba más gente ahora en el salón. Franco cogió entre dos dedos el cigarrillo sin encender y buscó de nuevo algo en el móvil.

Me pregunté entonces qué quedaba del Franco que yo conocí en la persona que tenía delante. Y sólo me vino a la mente aquello de la renovación de las células del organismo, esa trampa de la memoria en la que algunos nos resistimos a creer.

-Mi familia al completo –dijo, enseñándome por segunda vez su teléfono.

Allí, en aquella foto de pequeño grupo, estaban resumidos todos estos años. No en los recuerdos que yo guardaba de aquel grupo de amigos en aquel verano, casi diluidos ya por los años pasados; no en las anécdotas de ensayos, viajes y actuaciones que yo había rememorado tantas veces. No, el tiempo transcurrido me lo estaba mostrando Franco en la pantalla de su móvil, en una foto hecha probablemente un día de campo; su mujer, su hija, su nieta, su yerno, … él mismo, ya barrigón y añejo.

Volvió a ponerme la mano en el hombro y, mirando a través del ventanal, silabeó:

-Mira quién llega.

 

BERNARD

Se bajó del taxi con trabajo. Lo vi dirigirse a la escalera de acceso ayudándose de un bastón. Alto, delgado, cargado de espaldas y con la vista recorriendo el camino de grava. Sólo entonces lo reconocí. Me acerqué yo también a la puerta, Bernard la atravesó y lo llamé por su nombre. Entonces detuvo su titubeante andar y levantó el rostro. Un segundo, dos segundos, pensé que no me reconocería.

-Santo Dios, eres tú –casi susurró de pronto.

-¿Cómo estás? –pregunté mientras nos abrazábamos.

-Cuánto tiempo, cuánto tiempo, …

-Toda una vida –dije yo, recordando el título de un bolero.

-Toda una vida –repitió, dándome la razón.

Tampoco su cara había cambiado demasiado. Bueno, tenía más arrugas y ahora llevaba gafas, dentadura postiza también. Sí, su cara seguía siendo la misma, sin embargo, no era fácil reconocer en aquel hombre entrado en años, encorvado y torpe, al Bernard que no dejaba de saltar en el escenario mientras machacaba la guitarra, al Bernard que se acercaba al micrófono vociferando cuando le tocaba hacer los coros o al Bernard que conducía la furgoneta del grupo, siempre con un pitillo entre los labios.

-No esperaba encontrarte aquí –reconoció con una voz temblorosa -, a decir verdad, no esperaba volver a verte ya.

-Me imagino.

-Cuánto tiempo, cuánto tiempo, … –volvió a susurrar -, ¿qué ha sido de ti durante todos estos años?

-Ya ves, me fui al sur, de donde venía. ¿Y tú?

-Me quedé aquí y aquí sigo, cargado de achaques… y de años. No sé qué es peor.

-¿Qué te ocurrió? –pregunté.

Pero Bernard me respondió con otra pregunta, mientras fruncía el ceño de la misma manera que yo recordaba.

-¿Quién te ha avisado?

-Vi su foto en un periódico digital.

-Ah, en un periódico.

-Por el periódico supe también que era arquitecto.

-Y de los buenos –me aseguró-. Recordarás que en aquella época estudiaba arquitectura.

Dije que sí, aunque no me acordaba de nada de eso.

-Yo continué trabajando en el hotel –me reveló-. Y allí seguiría de no ser por esta maldita pierna.

-Franco me ha dicho que murió Fritz.

-¿Franco? ¿Lo has visto?

Lo busqué con la mirada. Ni me había dado cuenta de que había salido al patio trasero.

-Ahí –señalé hacia los ventanales-, fumándose un cigarro.

Franco nos miraba a través del cristal y levantó la mano. Nosotros volvimos a la conversación.

-¿No sabías lo de Fritz entonces? –quiso saber-. Murió hace mucho, demasiado tiempo.

Dije que no y él repitió la misma frase que Franco había dejado escapar un rato antes:

-Es la vida.

Me desarmó la posibilidad de saber que entre nosotros todo se redujera a esa frase. Bernard levantó un poco la vista y señaló con un gesto:

-Es Marie, la viuda.

La gente se acercaba a dejar un susurro en el aire y un beso en la mejilla. Franco nos dio una palmada en la espalda y habló aún con olor a tabaco:

-Chavales, nos toca a nosotros.

Me volví a mirarlo, era la misma frase que usaba justo antes de subir al escenario, y en ese mismo momento me di cuenta de que esas cinco palabras de Franco habían hecho, más que ninguna otra cosa durante ese día, que me reencontrara con aquello que llegué buscando.

Franco se dirigió a la viuda, lo siguió Bernard y después caminé yo.

-Te conozco –me dijo, antes de que yo pudiera despegar los labios.

La miré sin saber qué quería decir.

-Estás en una foto –aseguró con una sonrisa en la que había lágrimas y luz-, con Maurizio y con los demás.

  

MAURIZIO  

Vi el bajo eléctrico nada más entrar en el salón. Allí estaba, con la marca Talmus en color blanco sobre el negro del cuerpo, colgado en la pared sobre el sofá. Me acerqué a él. La pala rota justo donde debería estar la clavija de la cuerda más gruesa, la de la nota Mi. Con criterio, Maurizio se había olvidado de la cuerda fina y había colocado las tres más gruesas un lugar más abajo de donde correspondía a cada una de ellas.

-Me dijo que siempre estuvo roto –me dijo Marie.

-Lo compró ya así –corroboré yo, acariciando las cuerdas-, en una tienda de instrumentos usados que había por Plainpalais.

De cerca se podían ver bien el desgaste y los arañazos en el cuerpo, e incluso alguno en el mástil. El anterior propietario, que probablemente utilizara el bajo durante muy poco tiempo antes de que Maurizio lo comprara, no había sido precisamente un tipo cuidadoso.

-Tal cual lo recordaba –reconocí.

Marie sonrió.

-A decir verdad –volví a hablar-, es el único bajo de tres cuerdas que he visto.

-Nunca lo vi tocar –dijo, no sé si con un atisbo de reproche o de queja.

-Ya me contó Franco que, excepto Fritz, todos dejaron la música.

-¿Tú no? –quiso saber.

-Creí que en algún momento me dejaría ella a mí, yo no fui capaz de hacerlo.

Marie sonrió como si mis palabras acercaran en el tiempo aquella época efímera en la que Maurizio aún tocaba, aquel tiempo en que nuestro grupo aún existía.

-Ahora doy clases de música en un colegio de primaria –reconocí.

-¿Sólo eso?

-Bueno, los jueves nos reunimos un grupo de amigos para practicar y quitarnos el gusanillo.

Marie se dirigió hacia un pequeño mueble situado al fondo.

-Esta es la foto de la que te hablé –fue apenas un susurro.

La tomé entre mis manos. Era la misma foto que tenía yo y que probablemente tendríamos todos, la única en la que se nos veía bien a los cinco.

-Voy a preparar café –dijo saliendo.

Al quedarme solo, recorrí el salón con la mirada, como un ladrón que intentara apropiarse de los detalles del lugar, de la situación de cada mueble, de cada cuadro, de cada objeto que adornaba la pieza del apartamento, intentando imaginar cómo había transcurrido una gran parte de la vida de Maurizio en las últimas tres o cuatro décadas. Fuera la lluvia seguía depositando su agua y su vacío en los tejados del barrio viejo de la ciudad.

Marie entró de nuevo con una bandeja entre las manos. La ayudé a colocarla sobre la mesa.

-Siéntate, acostumbrado al de tu país, no sé si te gustará este café.

-Seguro que sí –respondí.

Puse la foto encima de la mesa y, señalándola con un dedo, volví a hablar.

-Esto fue en Chez Gaby, en el barrio de Pâquis, no demasiado lejos de donde ensayábamos.

Marie volvió a tomar la foto entre sus manos. Allí estábamos todos sonrientes y melenudos, mientras probablemente destrozábamos alguna canción de New Trolls o de Pooh.

-¿Cuántos años teníais aquí?

-Maurizio era dos años mayor que yo, probablemente él aquí tendría veinte.

Asintió con la cabeza. Entonces volví a hablar:

-Cuando entré esta tarde en el crematorio, me pregunté qué estaba haciendo allí.

Marie levantó la vista de su taza de café y me dejó seguir.

-Me sentí como si yo no perteneciera al mundo que habitáis todos vosotros, como un extraño que viniera a ocupar una plaza que no le corresponde.

-Tú has estado aquí, tú y todos los demás, entre estas cuatro paredes –me descubrió Marie-, Maurizio me ha hablado tantas veces de vosotros, de ese tiempo, ...

Viendo que la nostalgia y el pasado no eran de mi propiedad exclusiva, me aventuré a repetir lo que había dicho a Franco esa misma tarde:

-En todo este tiempo he vuelto en dos ocasiones.

-¿Aquí?

-La segunda fue hace cinco, seis años quizás. No fui capaz de encontrar a ninguno –murmuré sin querer reconocer que tal vez me dio miedo hacerlo.

No quise decir que inicié los dos viajes anteriores buscando recuperar lo que creía que me pertenecía, lo que creía que había sido mío. El lago y el chorro de agua, el puente Montblanc y la Isla de Rousseau, el Salève vigilante al fondo, anunciaron mi reencuentro con la que había sido mi vida aquí. Pero sólo fue un espejismo desde el taxi que apenas duró. Luego la realidad de la gente desconocida paseando por las calles que creía conocer, los transeúntes del presente, ajenos con sus prisas y sus vidas al pasado, me desvelaron el paso del tiempo, la impunidad de mi visita.

-Maurizio intentó reuniros. Fue hace mucho tiempo, cuando la muerte de Fritz era ya inminente –casi susurró, después de un largo silencio.

-No tenía ni idea –dije.

-Cuando vio que ni Bernard ni Franco tenían interés, desistió también de localizarte a ti.

-No tenía ni idea –repetí.

-El pasado no es igual para todos –sentenció-. No existen los recuerdos comunes, cada uno olvida o atesora los suyos.

El reloj de péndulo en un rincón del salón me recordó que en poco más de una hora salía mi avión de regreso. Apuré el café. La lluvia seguía dejando en el alféizar su agua inservible y amarga, llevándose las notas de la última canción que tocamos juntos una noche de octubre de hace mucho tiempo, mezclándolas con los recuerdos que ahora ya carecían de sentido, con la certeza de los años vividos y los sueños perdidos en las páginas del calendario que nunca fui capaz de arrancar.

 

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