MAZAGÓN
MAZAGÓN
(Publicado en la revista literaria Papeles del Caracol, nº 2, noviembre de 2023)
A mis padres y a mis hermanos, los héroes que me acompañaron en aquella épica
Los domingos, no muy temprano, desembarcábamos en la playa de Defoe, de Salgari, de Stevenson y de Verne. Nuestra madre nos embadurnaba de Nivea mientras observábamos el horizonte en busca de una bandera pirata, de la arboladura de un bajel, atentos al chirriar de una polea... No eran necesarios catalejos ni corrientes ni mareas, los vientos carecían de valor, solo aguardábamos la bajada de las niñas de los dos únicos chalets que se levantaban tras el cordón de dunas. Nada había que nos importara más. Cecilia era la mayor, por contemplar los dos océanos que miraban llenos de agua y salitre al sonreír, yo hubiera dado los mundos conocidos y por conocer.
El rugir de las olas se apoderaba de nuestros oídos,
tanto que la mañana transcurría como un grito continuo lleno de travesías y
leyendas, de animales fabulosos y pretéritos que nos acechaban en cada ola, en
cada archipiélago inexplorado al que arribábamos.
Después de
comer, Mazagón era una playa enorme y desierta. Mientras las niñas
guardaban la digestión en la comodidad y frescura de sus casas y nuestros
padres dormían la siesta en la tienda de campaña, era el momento de construir
en la bajamar el castillo de If al que aproximábamos en maniobras exactas nuestro
Nautilus de madera, al tiempo que improvisábamos diálogos memorables con el
acento sudamericano que aprendíamos de las series de la televisión en blanco y
negro de aquella época.
Aquellos domingos sin
brújula ni tiempo eran eternos pero, paradójicamente, también efímeros; aunque
solo éramos conscientes de ello cuando, ya en las últimas luces del atardecer,
oíamos los nombres de las niñas desde el porche del primer chalet y ellas,
quemadas por el sol, obedientes y cansadas, subían a ducharse y a merendar. Era
entonces cuando regresaban las gaviotas y el sol rojo y grandioso comenzaba a caer
tras los pinos y las luces tempranas de Punta Umbría; era también cuando yo descubría a
nuestro padre junto al capó abierto de nuestro Gordini, haciendo hueco en el maletero para que cupiera todo lo
que habíamos sacado de él por la mañana. Las impedimentas, decía nuestra madre
mientras recogía algunos lirios de mar de la arena. Y nosotros, derrotados y
colmados de victorias, ascendíamos el cordón de dunas cargando con la nevera y
los restos del naufragio.
Ya se van notando los días, anunciaba invariablemente nuestra madre, mientras nuestro padre maniobraba y nos internábamos de nuevo por aquella carretera de tierra batida, entre un mar de pinos, de regreso a casa. Ya se van notando los días, aquella frase sonaba en nuestros oídos como la última palabra que aparecía en la pantalla del cine, como una premonición de escuela, otoños y lluvias.

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